Hacer cine es un juego de niños. Apuntes de un viaje al Centro Cultural de Villa Libertador.

Nicolás Aravena*

 

Una tarde de octubre, niños y niñas de Villa Libertador se encuentran en el centro cultural del barrio para dar rienda suelta a su imaginación. Es un día más en el taller de cine que un grupo de estudiantes de la Facultad de Artes coordina allí desde hace ya cuatro años. Con cámara y grabador en mano, sus participantes recorren las calles de su lugar, ofrecen miradas sobre su vida cotidiana, rompen prejuicios, encuentran libertades, protagonizan una película. Se divierten.

 

A eso de las tres de la tarde de un sábado, bajo un sol abrasador y un silencio sagrado, espero en una solitaria calle de barrio Jardín la llegada de las talleristas. Miro el reloj en el celular, los minutos pasan y no veo a nadie. Mientras tanto pienso en cómo será el lugar al que iremos: Villa Libertador, un barrio periférico de la ciudad que rebosa de actividad cultural y es uno de los más grandes de la zona sur. Ahí se encuentra un centro cultural en donde se realizan diversos talleres artísticos para niños/as, uno de ellos es el de cine.

Pienso que lo que más complica es tener que compartir con niños/as: no he tenido las mejores experiencias al trabajar con ellos, no tengo mucho “tacto” para tratarlos. Eso me perturba porque no quiero molestar con mis mañas a las chicas en lo que se supone será su último día de taller, ya que después de este sábado viene la muestra de trabajos que los participantes han estado haciendo. En fin, “que salga lo que salga”, pienso resignado cuando por fin diviso a las chicas en un auto gris.

Filmación en el marco del taller de Villa Libertador

Lucía Rinero, mejor conocida como Lula, es estudiante de cine y comenzó su actividad como tallerista en el 2013, cuando formaba parte del centro de estudiantes de la Facultad de Artes de la UNC. “Queríamos hacer un proyecto desde la comisión abierta de vinculación del centro de estudiantes, que viene a ser en realidad la comisión de extensión. Pero para nosotros esa denominación da a pensar que se extiende un brazo, que la universidad va al ‘afuera’ a bajar un contenido, como si tuviera los únicos conocimientos válidos para hacerlo. Para nosotros la extensión tiene que ser un diálogo de saberes donde hay conocimientos que se comparten con un fin social, pero también hay conocimientos de afuera que tienen que incluirse dentro de la universidad. Entonces el vincularse nos parecía un término más apropiado”. Actualmente Lula ya no cursa materias en la facultad, no es referente del centro de estudiantes, pero sigue trabajando en el taller porque admite estar “enamorada” del centro cultural del barrio.

Junto a ella están otras compañeras de la carrera, Camila Keismajer y Bruna Bandiera, que le han puesto el cuerpo y las ganas, aunque admiten que este año la cosa ha estado floja. Ya van cuatro años de taller y muchos de los niños/as que empezaron han crecido, están entrando en la adolescencia y andan en otra, aunque siguen yendo de vez en cuando. También la logística les ha jugado un poco en contra, han tenido que cambiar el día del taller por razones programáticas, a veces no se ha podido hacer por otros motivos que exceden a las chicas, también algunos talleristas se han ido, en fin, un montón de problemas propios de un espacio autogestionado que se maneja con las voluntades. Presiento que se respira un clima de cierre de ciclo, en todo caso las chicas son optimistas, es cuestión de reinventar y proponer nuevas formas… y seguir adelante. En el auto nos acompaña también Sofi Mateos que estudia arquitectura y se va a fijar en algunos temas de la infraestructura del centro. La idea para el año 2018 es renovar un poco el espacio y poner una salita para poder dejar una computadora en donde puedan editar.

Mientras les explico a las chicas mi objetivo de acompañarlas, ellas me cuentan que otros estudiantes de cine han hecho un documental sobre el taller y que incluso un equipo de canal 10 filmó una especie de seguimiento a Lula -tipo reality show, bromean- sobre su actividad allí. Yo me pongo más ansioso, me imagino un centro cultural de esos muy antiguos y derruidos, pero grandes, lleno de aulas y murales pintados. Pienso en preguntarle a las chicas si los niños/as son muy “terribles”, pero prefiero no condicionarme tanto. Cuando llegamos al barrio giramos alrededor de una plaza en donde hay una gran feria de las pulgas, llena de colores y gente, las chicas me aseguran que no siempre está tan llena, que debe ser por el Día de la Madre.

Niños y niñas en una actividad en el barrio

Lula estaciona el auto en una callecita, y al bajarme veo el centro cultural, que no tiene nada de lo que me había imaginado: Parece más un galpón, o una pequeña playa de estacionamiento y la compuerta está cubierta con pintadas que hacen referencia a mensajes sociales de igualdad, libertad y resistencia política. Lula me explica que el centro “se creó en los ‘60 por un grupo que hacía teatro político-militante y tiene toda una historia interesante sobre pensar el arte como un espacio transformador desde lo territorial, en el barrio. Incluso en la época de la dictadura tres compañeros fueron desaparecidos a raíz de esta forma de afrontar el arte”. El recuerdo de los desaparecidos se mantiene vivo a través de tres cuadros con las fotografías de cada uno de ellos colgados en la pared.

Nos recibe Charo, una mujer que ha estado casi desde la fundación del lugar; usa una especie de bandana sobre su cabeza y es muy risueña. Cuando nos abre las puertas, veo en el fondo un pequeño escenario y sobre él un montón de tambores, Charo explica que son para el taller de murga. Todo está un poco desordenado. Aquí todo se hace a mano, a pulso, cada centímetro que se pisa es producto de la pura voluntad de quienes se encargan del centro. Me paseo por el espacio para conocerlo, no esconde muchos secretos a simple vista. Una de las chicas me lleva a un pequeño patio y me explica que hace poco se cayó el muro del vecino, que tuvieron que levantar una tapia. Aún se nota el cemento fresco.

Esperamos que lleguen los niños, no hay mucho que hacer. Cami carga la batería de la cámara, Bruna va a comprar fruta para merendar, la chica de arquitectura habla con Lula sobre el material más indicado para cambiar el techo. Son largos minutos en los que parece que no va a venir nadie. Le pregunto a Lula por qué eligieron hacer el taller en este barrio. “Queríamos un espacio para hacer un taller de cine y en ese momento no teníamos ni idea de cómo se hacía, queríamos aprender, buscábamos referentes. Y otros compañeros, de otros centros de estudiantes, ya habían tenido experiencia o estaban trabajando en ese momento en otros talleres dentro del centro cultural porque, además, el centro desde hace muchos años viene armando vínculo con la universidad”.

Aprender haciendo

Para los y las estudiantes de Artes, el taller fue un aprender haciendo, un choque con la realidad; salir del aula y enfrentar el hacer cine desde otra mirada, y de a poco irse dando cuenta que más que enseñar como si tuviesen la verdad absoluta, era un proceso de guiar y llevar adelante las cosas que los propios niños proponían. Un poco en la lógica de la educación emancipadora que propone el pedagogo brasilero Paulo Freire, aunque no siempre fue así: “Mirándolo hoy de lejos, me doy cuenta de que al principio estábamos cargados de un montón de prejuicios en cuanto a cuál era nuestro rol -recuerda Lula-, y por ahí casi inconscientemente teníamos una idea de que nosotros íbamos a aportarles algo realmente imprescindible a los pibes o queríamos incidir en algo de las problemáticas que les estaban sucediendo. Nos parecía fundamental que en lo que surgiera aparecieran sus problemáticas, pero eso tenía que ver más con una mirada desde nuestro lugar como universitarios. Si bien planteábamos desde lo teórico establecer un vínculo de saberes, una horizontalidad, igual terminábamos actuando de manera vertical y ahí nos dimos cuenta de que las cosas surgían y no era necesario pinchar o tocar el punto débil para que emergiesen”.

Brisa filmando la pelicula El robot y el chico con suerte, en el taller (2014). Fotografía: Camila Keismajer

En un momento las chicas se van al fondo del escenario a ordenar un par de cosas, me quedo sólo mirando el espacio, unas telas cuelgan desde el techo. Cuando mi reloj marca las 16.15, por fin ingresa tímidamente un chico. Me acerco a saludarlo, se llama Brian, y debe tener unos diez años. No es la típica imagen que tenía de niño desordenado y difícil de tratar; es muy respetuoso, habla de manera calmada, y me explica que no ha podido venir mucho al taller por cosas personales. Le pregunto qué es lo que más le gusta hacer, me dice que actuar, aunque en realidad es jugar a actuar, disfrazarse.

Al rato llega Antonio, uno de los chicos que ha estado desde el principio. Es bastante alto, las chicas bromean que cuando llegó al taller medía la mitad. Antonio es más dicharachero, cuando le voy a dar la mano para saludarlo me hace el típico “oso”. Me dice que siempre hace sonido, las chicas me explican además que cuando hay que poner luces o cosas así él es el que siempre está al pie del cañón, todo un gaffer. Mientras esperamos que lleguen más chicos, Antonio propone jugar a las escondidas. Hace años que no jugaba, y al principio me siento un poco absurdo haciéndolo, pero al rato me estoy divirtiendo, al punto que quiero decirle a las chicas que hagamos esto en vez de lo que sea que tenían pensado hacer.

Nos toca ir a buscar a algunos niños. Recorremos una calle y las chicas llaman a la puerta de una casa, nos contesta un chico que se ve medio afligido y nos dice que no puede ir al centro en ese momento, parece que su mamá lo acaba de retar por algo. Al rato aparece Facundo, que en realidad iba caminando cerca del taller y las chicas lo llamaron; la situación da pie a algunas bromas sobre si acaso a cualquier niño que vaya pasando lo tironean para que participe. En todo caso, Facundo sí venía al taller, le gusta usar la cámara y experimentar con ella.

Después de comer un poco, nos dirigimos a la plaza. La actividad es muy simple: hacer un registro visual de algunos puntos, mientras Antonio da vueltas tomando sonidos del ambiente con un grabador de audio. Las chicas guían a los niños en las tareas más técnicas, en definitiva son ellos los que eligen qué planos a hacer o qué sonidos tomar. En un momento Antonio le pasa el grabador a Brian, que no pudo ocupar mucho la cámara porque Facundo la monopolizó. Al rato se empiezan a sumar más chicos que aparecen cerca del centro cultural.

Ahora toca ir al ágape, es cosa de caminar tres calles, pero ninguno de los niños quiere, les da flojera, prefieren jugar, hasta que igual terminan yendo. Uno de los niños que se sumó al último se me acerca, me saluda silenciosamente y después me pide que lo lleve de la mano a la hora de cruzar la calle. Me siento incómodo haciéndolo, pero al mismo tiempo agradecido de que me diera ese gesto de confianza, como cuando los gatos te muestran la barriga.

Ya son las seis de la tarde y el taller ha terminado. Facundo fue el que más usó la cámara, incluso tenía claras algunas ideas de planos que le gustaban para lo que estaban haciendo. Recordé entonces lo que Lula me había comentado con respecto al conocimiento cinematográfico con que los chicos venían: “Ellos ya saben cine, todos saben algo de cine desde la memoria narrativa, lo que consumimos, la cual en la mayoría de los casos puede provenir de la producción televisiva y cinematográfica hegemónica. Nosotras creemos que lejos de negar esos conocimientos y discursos, hay que trabajar con ellos; porque además la propuesta del taller es que ellos se diviertan haciendo cine y si les gustan esas cosas, no se las podes negar, sino resignificar. De todos modos las producciones que realizamos no son iguales a las que consumen porque están cargadas de sus subjetividades y de sus identidades y eso ya es transformador; te hacen por ejemplo la historia de “Soy Luna”, pero con un montón de cositas que son propias de su vida cotidiana”.

A pesar de que en un momento se ponen desordenados o un poco rebeldes y confianzudos, los chicos que van al taller tienen claro que es un espacio para exprimir y llevar adelante su imaginación, un lugar de juego que les da ciertas libertades y les va otorgando autonomía como individuos por fuera de los prejuicios que podrían enfrentar en un futuro. El jugar y experimentar el cine desde las ansias es requisito excluyente para cualquier artista. Como dice una famosa cita de Nietzsche, “la madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con la que jugaba cuando era niño”. Alejarse de ese poder de deslumbramiento y picardía que tienen los niños es sepultar un poco el alma creativa.

El Chavo, la película

Nahuel y Lucas en la película El Chavo. Fotografía: Martina Álvarez

Estrenada en 2015, la película “El Chavo” surgió a partir de la experiencia del taller de cine en Villa El Libertador y trata sobre el pasaje de la niñez a la adolescencia en la vida de Nahuel, su protagonista. Su directora, Lucía Rinero, cuenta cómo nació este proyecto y reflexiona sobre algunos de los sentidos y posibilidades que abre el cine en este contexto.

“El ‘Chavo’, que es Nahuel, iba al taller y era como el pibe conflictivo, daba vuelta todo. Con el tiempo nos dimos cuenta de que actuaba así porque estaba súper estigmatizado como el ‘choro, el mentiroso, el quilombero’ por el colegio, los vecinos, el barrio y ante eso él respondía con esas actitudes de manera más fuerte. Casi como un escudo”, cuenta Lula.

– Algo así como la profecía auto cumplida: si todos te tratan de choro te vas a convencer de que sólo podés ser eso.

– Es re buen pibe, te dabas cuenta cuando hablabas con él. Además cuando se tenía que poner como director o en una actividad concreta, ordenaba el grupo y todos lo escuchaban, era un líder muy interesante. Nos dimos cuenta de que sus problemas pasaban más por lo que los otros estaban generando sobre él. Entonces él nos interesó mucho como persona y establecimos un vínculo muy fuerte, y a partir de allí, a través de charlas, resonó la idea de hacer una peli. Justo se dio que estábamos terminando las materias de tercer año y entonces nos pintó producir esta peli para el título de la tecnicatura. Y bueno, se lo planteamos a Nahuel y a él le re pintó. El proyecto se fue armando por medio de charlas, él nos contó sus experiencias, después hicimos un guión, se lo mostramos y él lo modificó, agregó algunas cosas, fue un trabajo en conjunto. La historia es un ficcional, pero está hecho a partir de cuestiones que le pasaron  a él, que nos contó y otras escenas concretas que nosotras vimos de ellos.

– La línea de ficción y realidad es muy débil en este caso…    

– No fue sólo una peli, es producto de todo un proceso que ni siquiera es un resultado ni un fin. Yo con “El Chavo” aprendí una banda, es un cine que excede lo textual, excede la pantalla. Si bien la peli no resolvió lo que pasa en el barrio o lo que le pasa a Nahuel en su vida, como proceso resultó un trabajo social muy interesante.  

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*Estudiante del Departamento de Cine, Facultad de Artes, UNC.