En la Argentina de estos años, el zapato ajusta. En el trabajo, con la amenaza de los despidos circundantes, en la calle, con la desconfianza y la violencia que acecha. Cada mañana, nos calzamos las precariedades para encontrarnos con un afuera de amenazas e inseguridades. Pasamos la puerta de nuestras casas y un susurro nos recorre la piel diciendo que nuestras vidas pueden, también, derrumbarse.
Y entonces, casi como un desquite o una defensa, se agrandan las distancias hacia todo lo diferente. El otro o la otra se vuelven culpables de las propias derrotas y la violencia un reflejo de imposibilidades. El susurro colectivo del odio crece.
“Hay que matarlos a todos” es ya un comentario no solo permitido sino aplaudido por muchxs, y con él y todos sus derivados se alzan las islas de la meritocracia, la ilusión de igualdad con que se mira a quien vive en carne propia su ausencia. En ese asesinato simbólico y cotidiano pueden escucharse los ecos de una sociedad que hace 40 años acompañó las torturas y desapariciones. En esas palabras suenan también la crueldad y la falta de arrepentimiento que mantuvo Luciano Benjamín Menéndez hasta su muerte.
Ha llegado el momento de volver a los cuerpos. Dejar que el hambre, el frío, el dolor nos recuerden nuestra debilidad compartida, nuestra dependencia de los otros, nuestra condena a la muerte. Nuestra humanidad.
“Lo que vemos cuando los cuerpos se reúnen en la calle, en la plaza o en otros espacios públicos es lo que se podría llamar ejercicio performativo de derecho a la aparición, es decir, una reivindicación corporeizada de una vida más vivible”, escribe la filósofa Judith Buttler.
Desde allí el arte sale a la calle, se hace carne, mete el dedo en nuestra sensibilidad y declara: “Hay mundo por poco tiempo”. Nos invita a entrar al teatro para descubrir que incluso dentro de nosotrxs mismxs puede haber un otro, y nos devuelve a la vereda transformadxs, como recién nacidos. O nos empuja a cantar nuestra realidad y dejar que los aplausos de nuestra propia liberación nos retumben en la piel.
¿Quiénes son los otros y quienes nosotros? ¿De qué está hecha la línea que nos separa?
Ha llegado el momento de ponernos en los zapatos del otro, de la otra, dejar que sus espinas se claven en nuestros pies para bailar juntos, dejar que nuestros cuerpos, tan simples, tan únicos, se confundan, se mezclen, pisoteen el odio de la época. Y después sacarnos el calzado, revolearlo al aire para andar descalzxs como vinimos al mundo. O ponernos los tacos con barba y bigotes, para romper las etiquetas en las que no cabemos, en las que nadie cabe.
Hoy queremos vaciar las cajas donde guardamos a la mujer, el villero, la travesti, el loco. Escuchar cómo suena su ritmo, dejar que su singularidad impregne el aire hasta que incluso el deber ser de la tolerancia y la lástima de la victimización se deshagan en una respiración común. Dejarnos afectar por la injusticia de estos tiempos.
Somos un continuo. Venimos del mismo útero. Nuestros pies pisan los mismos territorios, nuestras pieles sufren el mismo calor. Los cuerpos empiezan a decir lo que las palabras no saben, y es quizás para acallarlos que los transformamos en cosas, que les ponemos un precio. Pero las mujeres se niegan a ser un cuerpo deseado y reivindican su propio deseo. Los gays, lesbianas, travestis y trans ponen su placer en escena. Lxs villerxs caminan el espacio público y gritan la convivencia contra viento y marea. Lxs artistas bailan sobre los muros que nos separan.
Los cuerpos, como el arte, nos desnudan. Son territorios fértiles. Y no hablamos de reproducción, sino de creación: de romper estereotipos para dar vida, que no puede ser más que única. Hablamos de la singularidad en la diversidad.
Dos mujeres llamadas Las Rositas bailan en tacos altos en paisajes de palacio. Sus gestos de seguridad empuñando el violín provocan una distorsión, como una contradicción entre las etiquetas de su apariencia y lo que sale de sus entrañas rozando esas cuerdas.
Buscamos un rato para ser cuerpos que se encuentran sin fronteras. Un homosexual en un baile de cuarteto, una mujer arengando en la cancha, un loco aclamado por el público, un pobre que sale a correr por las calles del country. Una persona en cualquier parte.
Dice Susy Shock, artista trans y sudaca, como ella misma se define:
“…la única novedad a que se atreven
(desde que aprendieron a hacer el fuego hasta acá)
es a no salirse del principal mandato:
“¡Que nada fuera de lo binario es posible!”
Han cruzado los Andes por lo binario,
Han esclavizado culturas por lo binario,
Han peleado dictaduras por lo binario”
Ha llegado el momento de romper el sentido común para habitar, de una buena vez, lo común. Salir del encierro de las casas hacia el vértigo de las calles, abandonar los lugares comunes para encontrarnos en un espacio público que nos enseñe a decir nosotrxs. Bailar más allá de los límites de la pista del racismo y el machismo. Mirarnos un rato de cerca en nuestra anormalidad universal.